Después de las fiestas navideñas llega la famosa cuesta de enero. Ya dejamos atrás otro año en el almanaque de nuestra vida. Otra Navidad en el recuerdo de nuestros días, que algunos envuelven con ilusión para intentar en la medida de lo posible comenzar con entusiasmo el nuevo año. Para otros, una cita ineludible con la cesta de la compra, es decir, impuesta por meros intereses comerciales. Para otros, en cambio, se aleja cualquier atisbo de bullicio ya que se ensombrecen estas fechas en las penumbras del dolor y la triste nostalgia cuando se tiene presente al que está ausente bien por la distancia física bien espiritual. A veces, incluso, otros dicen sentir todas estas impresiones, dejándoles un vacío que llena su ser, convirtiéndoles en verdaderos autómatas de costumbres y opiniones y, verdaderamente, ¿no somos así? ¿Tal vez, el ser humano no se afana por vivir en la paradoja constante? De todas formas, confieso haber vivido en esa tesitura hasta ahora. Digo hasta “ahora” porque he tenido tiempo para la reflexión, y la posible conversión, tras vivir en primera persona los mejores capítulos que Charles Dickens hubiera soñado para su memorable Mr. Scrooge.
El primer episodio se escribió el pasado 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, en un semáforo a pocos metros de casa. Allí conocí la historia de Conrad, nigeriano de 32 años. Mi novia y yo decidimos tener el detalle de acercarle algo de comida a una persona con la que nos cruzamos casi diariamente. Nunca concebimos el gesto como tomadura de pelo, con motivo de las bromas que se hacen en dicho día. Más bien lo entendimos como obra de caridad. Tan pronto como abrió la bolsa que contenía algunos alimentos, más rápidamente nos devolvió una mirada cálida llena de gratitud y humildad. La sorpresa, quizá, le hizo cohibirse de estrecharnos la mano en señal de agradecimiento. Se conformó tan sólo con mostrar en su rostro la alegría y enjugar en sus ojos la emoción más profunda, que consiguió clavar en mi corazón.
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