Pasaron los días y, el 4 de enero, por sugerencia del sacerdote don Raúl, me uní a una de sus causas de evangelización: el Centro Penitenciario Sevilla II, en Morón de la Frontera. La razón de la visita era el repartir unos simples presentes a los presos con motivo de la cercana festividad de la Epifanía, de los Reyes Magos. Desde ese momento valoré la desconocida labor de la Iglesia Católica. Ese día formé parte de la Pastoral Penitenciaria, vistiéndome de paje junto a otros que también se ataviaron de Reyes Magos. Entre sus Majestades, don Félix Lerma Gallego, hermano mayor de la Hermandad de la Trinidad de Sevilla, como Baltasar. Fue una mañana fría. Para amenizar dicho acto acudió la Banda de Cornetas y Tambores Cristo de la Esperanza de la barriada nazarena de Montequinto. Por motivos de seguridad, se decidió que todos los presos debían acudir al auditorio donde se dispuso una mesa a la que se acercarían de uno en uno para recoger sus presentes. Hubo unas medidas especiales y férreas de organización para que todos los presos, excepto los del módulo de aislamiento, se acercaran hasta allí. Fue una experiencia indescriptible. Tenía el alma totalmente compungida. A la alargada mesa se acercaron traficantes, falsificadores, ladrones, estafadores, conductores temerarios, indigentes, secuestradores, etc. Obviamente, desconocía sus nombres y el delito que les condujo a estar encarcelados. No se me olvidará jamás la mirada de muchos de ellos. Mi tarea, como la de mis compañeros, fue acercarles una bolsa con un boli, un cuaderno y una pequeña radio de bolsillo, tras ello les estrechaba la mano con un simple: “Feliz Año, caballero”. Inmediatamente después de enunciarlas, comprobaba fácilmente su sentimiento y, tal vez, su culpa de cárcel, sobre todo, cuando a muchos nunca en su vida se habían dirigido en esos términos. Muchos se emocionaban con la voz rota dando las gracias, intentando buscar con sus ojos la compasión ajena, la indulgencia a un error que pagó caro en su momento. Otros, eran recelosos, tímidos, incapaces de devolver la mirada, quizá, fastidiados por su injusta condena o, mejor, por vergüenza. En cambio, unos cuantos se mostraban orgullosos, divisaban con altivez el panorama con burla y, a veces, con desagrado. Pero si tengo viva una imagen fue la de un preso que delante de la banda de música, se echó a llorar porque uno de los componentes, un chico de unos diez años, me dijo, le recordaba a su hijo al que hacía unos tres años que no veía. Sentí el frío. Aquel día no pude abrigar mi soledad. De regreso en el coche del padre Raúl, hubo tiempo para el silencio, la meditación y la conmoción. Recuerdo que el sol traspasaba los cristales. El cielo era azul.
Al día siguiente, el 5, salimos de beduinos varios amigos y familiares en la Cabalgata. La sorpresa se dibujaba en las caras de los más pequeños, y de los más mayores, cuando les entregaba algunos caramelos, golosinas y pequeños juguetes. Ese día experimenté la ternura de las miradas vivas. Comprobé cómo por un día, por unas horas, la gente se olvidaba de sus miserias y problemas, más en los tiempos en los que se nos atiza con un puntapié, para reconfortarse en los gestos amables de la ilusión. Repetiré el año próximo (D.M.).
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