El segundo episodio lo protagoniza una ancianita de 96 años. Días previos a la Navidad, la madre de mi amiga Loli Farfán enfermó gravemente. Su delicada salud pendía de un hilo tan delgado como un sueño. Por clemencia divina, la abuelita recuperó las fuerzas y como aguerrida atleta agarró fuertemente el testigo de la vida. El milagro navideño vino cuando decidí visitarla el 29 de diciembre. Antes de la decisión, creí que por los achaques de la edad y las dolencias su estado sería frágil. Nada más lejos de la realidad. Al llegar, Loli estaba en otras labores. No pudo atenderme en un principio. Se me invitó a pasar a la salita de estar. Antes de entrar una voz cargada de años me sorprendió con un “Buenas tardes”. Fue rotundo. No tuve palabras ni siquiera de asombro. La ancianita desde su sillón me ofreció asiento. Me senté contemplando cómo sus ojos se asomaban al abismo del tiempo. La generación de la memoria desmemoriada. Mucho vivido y, parece que, mucho por vivir. Sentí el consuelo de la perduración. De repente, Loli me despertó del letargo con su sonrisa. Me contó la pronta mejoría de su madre. Reía con la complacencia de poder brindar al nuevo año junto a su madre. Sus ojos reían radiantes.
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